El misterioso incendio de la clínica Saint Emilien: mitología urbana de una tragedia sin culpables y con 78 víctimas

El misterioso incendio de la clínica Saint Emilien: mitología urbana de una tragedia sin culpables y con 78 víctimas

La clínica neuropsiquiátrica Saint Emilien sobrevive como un “Elefante Azul” sobre la calle Crisólogo Larralde, en el corazón de Saavedra. Hace 25 años que es un edificio en desuso (Gustavo Gavotti)

 

La causa 13/1984 había comenzado el lunes 22 de abril de 1985, cinco días antes. Un hecho sin precedentes en todo el mundo se suscita en la planta baja del palacio de Tribunales, en la sala de Audiencias de la Cámara Federal. Nueve comandantes de las tres primeras juntas militares son sometidos a juicio oral y público. Las audiencias con los jerarcas de la dictadura sentados en el banquillo de los acusados tensan el ánimo social. Los resentimientos se intensifican. Se percibe una atmósfera nerviosa: un mar de inquietudes asalta a las fuerzas armadas y las conspiraciones golpistas escalan. La democracia tiene 17 meses de vida. El joven gobierno de Raúl Alfonsín debe dar señales de fortaleza.

Por infobae.com





Lo hace la noche del viernes 26 de abril. Desde el balcón de la Casa Rosada, ante una multitud agolpada en la Plaza de Mayo, y en las radios y televisores de todos los hogares, el presidente presenta el documento titulado “en defensa de la democracia”, suscrito por quince partidos políticos. Habla de “economía desangrada”, de “economía de guerra”, de un “Estado devastado”, del “sinceramiento” de las cuentas públicas, de la necesidad de “privatizar todo lo que haya que privatizar”. Sus palabras penetran en la sociedad. Es vitoreado y repudiado. Esa noche, mientras la cadena nacional concentra la atención de todos, en la puerta de un edificio del barrio de Saavedra, nadie contesta el timbre y los gritos de Pascual, Emilio y Oscar.

Están bien vestidos. Es viernes y se habían encontrado en una tapicería sobre la calle Tronador, casi en la esquina de Republiquetas -años después renombrada Crisólogo Larralde-. Pascual y Oscar tienen 27 años. Emilio es cinco años mayor. Piensan a dónde ir esa noche. Los sorprende la llegada agitada e intempestiva de un amigo. “¿Vieron el humo que sale de la clínica?”, les dice. La clínica es la Saint Emilien, un neuropsiquiátrico -en el barrio es reducido popularmente a “geriátrico”- de seis pisos, pintado de azul y celeste, con un predio que comprende la mitad de la manzana, ubicado sobre Republiquetas, entre las calles Estomba y Rómulo Naón. El humo es eso que emana desde las ventanas superiores.

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Corren esa cuadra y media que separa la tapicería del desastre. Tocan el timbre, golpean la puerta, gritan. Una y mil veces. Son las nueve de la noche de un viernes templado de abril y nadie les responde. En la calle casi no hay circulación. Están todos siguiendo la cadena nacional del presidente Alfonsín. En el neuropsiquiátrico también. Por eso no escuchan el timbre, el ruido y los gritos. El humo es cada vez más negro y más abundante. La desesperación los obliga a vandalizar el ingreso vehicular, un portón de aluminio ubicado al lado de la entrada principal.

“No nos contestaban así que tomamos la decisión de tirar el portón abajo. Tomamos carrera, lo pateamos, lo tiramos y entramos. Adentro no se veía nada, era un humo impresionante. Había una recepción grande y una escalera que daba a los pisos superiores. La escalera no se veía. Los matafuegos no tenían carga. No había nadie: estaban todos reunidos en la cocina viendo el discurso”, narrará, 37 años después, Pascual Antonuccio, un joven que vive a la vuelta, sobre la calle Estomba, y que nunca se irá del barrio.

Son los primeros en entrar al edificio. Desde la calle, un vecino les avisa que llamó a la policía y a los bomberos. Por las palabras de Alfonsín, por la movilización en Plaza de Mayo o por simple desidia, la asistencia demora. Ellos no. Pascual, Oscar y Emilio, temerarios e inconscientes, van por las habitaciones. Una por una. Están cerradas por fuera. Adentro, los pacientes permanecen sedados y atados a las camas por cintas. Habían recibido la medicación -psicotrópicos- a las ocho de la noche: la dosis necesaria para conciliar el sueño. “Muchos no se dan cuenta de lo que está pasando, están como perdidos”, dice. Los efectos de las drogas ralentizan y entorpecen el escape. Ellos los liberan y siguen: están dispuestos a rescatar a todos los internados.

Pascual Antonuccio, en una foto de la época, junto a dos de sus primos. Todos los días transita la calle de la clínica: “Pasar por ahí a mí me causa escalofríos. Revivís todo. Es horrible ver cómo un tipo se está quemando delante de tus ojos y no poder hacer nada”

 

El edificio tiene seis plantas, decenas de habitaciones y más de 400 personas internadas: en su mayoría alcohólicos y toxicomaníacos. La complejidad de los pacientes asciende con los pisos. En el nivel más alto, los internos con los diagnósticos más agudos. Las escaleras son, todavía, transitables. Pascual advierte, a medida que asciende, que el fuego y el humo ya restringe el acceso a un ala del edificio. Descubre habitaciones que no va a poder abrir, pacientes que no va a poder salvar. En algunos sectores ya no hay piso, ya no hay paredes. Todo empieza a desmoronarse.

No sabe cuánto tiempo pasa, si minutos u horas. Llegan los bomberos y le piden que se vaya, le recuerdan que no tiene protección, le dicen que no tiene nada que hacer ahí. No obedece y les exige ayuda: él a ellos. Entra a una habitación. El humo ya es prohibitivo. “Veo a una abuelita que estaba acostada en la cama, pegada a la pared. Yo pensé que ya estaba muerta. Me estoy acercando, la agarro y me dice ‘sacame’. El cagazo que me pegué fue terrible. La agarro del cuello y de la cadera y se la paso al bombero. Empiezan a evacuar a todos”.

María Agustina Chelaliche no está en los pisos superiores. Había bajado por el ascensor minutos antes en búsqueda de medicamentos. Tampoco está en la clínica. Está en su casa y no volverá a salir de ella por varios días. Llegó con el pelo quemado y el delantal todo sucio. Llegó en shock, arrebatada y gritando. Había corrido las seis cuadras que separan la clínica de su casa en la calle Tronador, esquina Besares. Roberto, su esposo, y Claudio, su hijo, intentan calmarla y contenerla. Ella repite una orden y un nombre: “Vayan a salvar a Elsa”. “Pero, ¿qué pasó?”, le preguntan. “Se está incendiando el geriátrico”, responde.

Roberto consuela a su esposa y Claudio va: tiene 17 años y el espíritu de un adolescente osado. Otros pibes del barrio Mitre de Saavedra lo acompañan. Las columnas de humo que emergen del neuropsiquiátrico ya son divisibles desde lejos. Cuando llega, bomberos y policías ya habían establecido un perímetro preventivo. El incendio es ahora una cuestión pública con promesa de tragedia. “Está todo vallado, todo encintado. Los bomberos nos dicen que ya no pueden hacer nada, solo apagar el fuego. Por las ventanas la gente grita y pide ayuda. Vemos la pasividad con la que se están manejando los bomberos y en el medio del quilombo nos mandamos”, relatará, 37 años después, Claudio Carbón, un joven que vivirá siempre en las inmediaciones de la clínica.

Claudio también entra porque conoce a Elsa. Es amiga de su mamá. Es integrante de un grupo de enfermeras que se encontraban los fines de semana, que compartían momentos fuera de la clínica. Elsa y María son, además, compañeras de piso. El edificio al que había entrado tres veces para acompañar a su mamá está convertido ahora en un escenario apocalíptico. Lo compara con un montaje de película. Sabe que Elsa debería estar en los pisos superiores, seguramente encerrada: la llave del candado se la había llevado su mamá. Por el humo y la mampostería que cae, no ve nada más que el piso y sus propios pies.

Sube las escaleras agachado, con los brazos cubriéndose la cabeza. Caen escombros, fierros. Distingue piernas con ropa de bombero y piernas en pijama. Lo sabe por su mamá: las puertas de las habitaciones y de los pisos están cerradas con candados, hay rejas, las ventanas están selladas. No hay forma de salir. Solo puede subir al segundo piso. Ya se resigna con llegar hasta Elsa. Rescata una persona viva -lo deja abajo, en la zona de las ambulancias- y el cuerpo de un fallecido. No vuelve a entrar: el ruido de las explosiones, las llamas y el humo lo expulsan.

 

“Mi mamá no salía del estupor, no lo podía creer. Ella nos decía que Elsa, seguramente, ya había fallecido. La encontraron en el baño: se ve que murió por asfixia. Eran dos enfermeras por piso. Diez minutos antes habían estado juntas. Mi mamá bajó a buscar medicamentos y cerró con llave: era obligación hacerlo para que nadie escapara. Cinco minutos después, se empezó a prender fuego todo. Mi mamá se salvó de milagro”, repasará Claudio a sus 56 años.

María nunca pudo volver a la clínica. Tiene 87 años y vive aún a ocho cuadras. No le gusta pasar por la puerta y prefiere no hablar del incendio. Elsa, su amiga, murió calcinada en el quinto piso. Había empezado como mucama, había estudiado enfermería para ejercer su vocación en la clínica. Era la más antigua de las enfermeras, la más apta. Estaba asignada al piso de mayor complejidad, donde residían también los pacientes más conflictivos. Esas puertas estaban cerradas con candado. Los candados se abrían de afuera. La noche del viernes 26 de abril, mientras Alfonsín pronunciaba un discurso que al día siguiente debió cederle espacio en la tapa de diarios a una tragedia, Elsa Beatri Cozzi tiene 30 años y cuatro hijos: Lorena, Diego, Martín y Christian.

“Mi vieja amaba su trabajo, era muy humana y muy querida tanto por los pacientes como por sus compañeros. Incluso trajo a casa a algunos pacientes que tenían salidas permitidas y estaban estables. Y habían formado un grupo de trabajo muy lindo: recuerdo haber ido a casas de sus compañeros y haber pasado las fiestas con ellos”, dirá, 37 años después de la muerte de su mamá, Lorena Barreto, quien en ese otoño de 1985 tiene once años y vivirá siempre en el partido de San Martín, lindante con el barrio de Saavedra, avenida General Paz de por medio.

Como Elsa, mueren otras 77 personas. Los lesionados son cerca de doscientos. Los internados, esa noche, eran más de cuatrocientos. Es una de las peores tragedias no naturales del país y de la ciudad de Buenos Aires, comparable solo con la avalancha en la Puerta 12 del estadio de River -17 años antes-, con el atentado a la sede de la AMIA -nueve años después-, con el accidente del avión de Lapa -catorce años después-, con la tragedia de Cromañón -19 años después-, con el choque del tren en la estación de Once -27 años después-.

El barrio se encarga de mantener imperturbable la mitología urbana del desastre: sobrevive la idea del “loco” que se salvó porque se metió en una bañadera, de los cuerpos calcinados de dos mucamas que murieron abrazadas en un baño, de la enfermera que murió en al acto luego de arrojarse del segundo piso al patio interno del establecimiento abrazada a un colchón, de los internos habilitados a salir que pedían agua y cigarrillos en las casas del barrio, de la persecución por las calles de los enfermeros a los pacientes más rebeldes, de los internados que eran hijos de artistas, empresarios, deportistas, militares y extranjeros pudientes, de la historia de “Chapita” y de “los mellizos”, según quién cuente la versión, él y los señalados como los responsables del incendio.

La investigación judicial se inclinó por un acto intencional originado por uno de los pacientes. La hipótesis nunca se comprobó. La causa, a cargo del doctor Víctor Pettigiani y manoseada por jueces y tribunales, se desmoronó rápido: hubo un procesamiento de los dueños del neuropsiquiátrico, pero la acción penal prescribió y nadie fue condenado por la tragedia. El enigma de la autoría es una cicatriz abierta en Saavedra. Pascual Antonuccio, el primero en entrar al edificio siniestrado, cree que fue un accidente iniciado por una caldera. Claudio Carbón, el hijo de una sobreviviente, cree que “Chapita” quemó colchones en el ascensor. Lorena Barreto, la hija de una víctima, cree que fue un incendio provocado por las autoridades de la clínica para cobrar el seguro, cubrir las deudas y huir.

Había pruebas fehacientes de irregularidades en la habilitación, en la infraestructura, en la capacidad de albergue. Pero solo hubo un puñado de demandas civiles que prosperaron en la Justicia: indemnizaciones de la clínica, del gobierno, de las obras sociales. La mayoría -reza la teoría popular- fueron resoluciones extraoficiales. Saint Emilien se declaró en quiebra. Alguien compró el edificio: el Instituto de la Familia Monseñor Bufano -no está claro si ejerció como geriátrico o como clínica de rehabilitación de adictos- funcionó hasta el 31 de agosto de 1997.

Hace 25 años, en una media manzana porteña, se erige un monumento inerte en desuso, deteriorado e intrusado. Sus únicos movimientos son la renovación de las publicidades de los carteles que custodian el frente, las visitas periódicas de las autoridades gubernamentales para evitar el anegamiento de agua y el registro de las cámaras que vigilan a quienes quieren ingresar, curioso botín de exploradores urbanos y de personas sin techo.

En el Elefante Azul de Saavedra sobra la desolación, los fierros retorcidos, el óxido en las puertas, las ventanas, los paneles y las camas incendiadas, la vegetación que emerge impune entre el cemento. Lo que falta, al menos, es una placa conmemorativa que honre la memoria de las 78 víctimas del incendio de la noche del 26 de abril de 1985 mientras en la Casa Rosada Raúl Alfonsín hablaba del fortalecimiento de la democracia.