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Algunos afganos dan a sus hijos hambrientos medicamentos para sedarlos; otros han vendido a sus hijas y sus órganos para sobrevivir. En el segundo invierno desde que los talibanes tomaron el poder y se congelaron los fondos extranjeros. Millones están a un paso de la hambruna.
“Nuestros hijos no paran de llorar y no duermen. No tenemos comida”, contó Abdul Wahab.
“Así que vamos a la farmacia, compramos pastillas y se las damos a nuestros hijos para que se sientan adormecidos”.
Vive a las afueras de Herat, la tercera ciudad más grande del país, en un asentamiento de miles de casitas de barro que ha crecido durante décadas, lleno de personas desplazadas y golpeadas por la guerra y los desastres naturales.
Abdul forma parte de un grupo de casi una docena de hombres que se reunieron a nuestro alrededor. Preguntamos cuántos daban medicamentos y drogas a sus hijos para sedarlos.
“Muchos, todos”, respondieron.
Ghulam Hazrat buscó en el bolsillo de su túnica y sacó una tira de pastillas. Eran de alprazolam, tranquilizantes que suelen recetarse para tratar los trastornos de ansiedad.
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