León Sarcos: Un punto azul pálido

León Sarcos: Un punto azul pálido

[Un filósofo] afirmó que conocía el secreto… Examinó a los dos extranjeros celestiales de la cabeza a los pies y les espetó en plena cara que sus personas, sus mundos, sus soles y sus estrellas fueron creados únicamente para el uso de los seres humanos. Ante tal afirmación, nuestros dos viajeros se dejaron caer uno contra otro, tomados por un ataque de… risa incontrolable. Voltaire.

Mi sueño consciente favorito de niño era llegar a volar, y el recurrente dormido, volar al exterior del espacio, desde que tuve nociones de que era un terrícola. No sé si la idea me nació cuando descubrí ese bello cielo azul que contemplamos todas las mañanas al abrir los ojos o lo heredé de mis ancestros que me lo regalaron de entre sus míticas obsesiones.

En palabras de uno de mis astrónomos favoritos, Carl Sagan: en toda cultura, el cielo y el impulso religioso se hallan entrelazados. Para mí, los conflictos entre estas dos instancias se resuelven en el alma de cada quien, solo. En todo caso, Dios siempre ha estado allí. Para cada una de las culturas expresión de las distintas civilizaciones, con distintos nombres, y politeísta en la mayoría de los casos o monoteísta, como lo fue en algún momento la egipcia y lo es ahora la cristiana. 





La historia de la humanidad es tan longeva, hermosa y sorprendente que realmente es la novela vivida que ha tenido mayor número de acontecimientos asombrosos: heroicos y cobardes, brutales y sublimes, ruines y nobles, crueles y bondadosos, grotescos y distinguidos; pero también es la que más cantidad y diversidad de actores ha contratado para hacerla posible, protagonistas, secundarios, de reparto y extras. Unos notables, grandes e inmortales, muchos mediocres, simplemente buenos y la gran mayoría común y corriente, como una tropa o una coral de iglesia de pueblo. 

Las creencias son realmente libres

Siempre he creído, desde que soy capaz de conjeturar con ayuda de la ciencia, que somos parte de un experimento que lidera una clase adelantada que habita en el cosmos con niveles de conciencia e inteligencia elevados y comportamientos más sensibles, más tolerantes, fraternos y piadosos que el ser humano. No verificada hasta hoy y sin ningún indicio científico que haga posible confirmar su posible existencia, pero de unas virtudes místicas consagradas que algún día se ofrecerán al registro, una vez que el humano haya probado con hechos suficientes que puede vivir para él, por él y, en nombre de él, para los demás, sin hacerse daño y mostrando condiciones excepcionales que hayan resumido en su pensar y sentir la nobleza de Platón, el amor al prójimo como lo entendió Jesucristo y la responsabilidad individual como la plasmaron los padres de la Ilustración. 

No podemos afirmar –dice Sagan– que hayamos dado con una señal de seres extraterrestres. Pero sí hemos encontrado algo enigmático, algo que, de vez en cuando, en momentos tranquilos, cuando pienso en ello me pone la carne de gallina.

Para Sagan, desde que empezó el registro de la vida de nuestra especie, hemos sido nómadas, dependíamos los unos de los otros, por lo que actuar de forma individual era tan difícil de imaginar como asentarnos en un lugar fijo. Juntos protegíamos a nuestros descendientes de los leones y las hienas. Les enseñábamos todo lo que podían necesitar. En aquellos tiempos, como ahora, las versiones de la tecnología de aquel entonces eran un instrumento clave para aligerarnos la vida. 

En el momento en que los seres humanos iniciamos nuestro peregrinaje por el mundo fuimos cazadores y forrajeadores, nómadas, moradores de las sábanas y las estepas; pero en los últimos diez mil años hemos abandonado la vida nómada, domesticado animales y plantas. 

Con todas las ventajas materiales, la vida sedentaria nos ha dejado un rastro de inquietud e insatisfacción. Incluso, tras cuatrocientas generaciones en pueblos y ciudades, no hemos olvidado; sentimos nostalgia, el campo abierto sigue llamándonos al igual que una vieja canción de infancia ya casi olvidada.

Desde el momento en que surgimos, hace unos cuantos millones de años, en el este de África –dice Sagan–, hemos ido haciendo nuestro camino a través del planeta. Hoy existe gente en todos los continentes, en la isla más remota, de polo a polo, desde el Everest hasta el mar Muerto, en las profundidades del océano e incluso, ocasionalmente, puede haber humanos acampados a trescientos kilómetros cielo arriba, como los dioses de la antigüedad. En los tiempos que corren parece que no queda nada por explorar, al menos en el área terrestre de nuestro planeta.

Los precursores de los viajes al espacio

Cuando nuestros abuelos vivían, a finales del siglo XIX, fueron deslumbrados por los grandes descubrimientos: la energía eléctrica, el automóvil, el avión y la radio. Las historias que se escuchaban sobre esos adelantos nos asombraban; pero en esa misma época dos hombres, uno ruso, Konstantin Tsiolkovsky, casi sordo, maestro de profesión y originario de Kaluga, un sombrío pueblo ruso, y Robert Goddard, un ingeniero, nativo de Massachussets, profesor de un college de ese mismo estado, soñaban con utilizar cohetes para viajar a los planetas y a las estrellas.

Sistemáticamente, fueron desarrollando los principios básicos esenciales y muchos detalles relativos a su gran sueño. En su momento, ambos pioneros de la idea en sus pueblos eran considerados, sin duda, de padecer algún trastorno mental. Cuando los dos eran adolescentes tenían visiones de epifanías que nunca los abandonarían. No les fue nada fácil, trabajaban en solitario, en condiciones adversas, sin una chispa de esperanza y sin ayuda.

Una generación más tarde, bajo la inspiración de Tsiolkovsky y Goddard, el alemán Wernher von Braun construía el primer cohete capaz de llegar a los bordes del espacio, el V-2 (1944). Una generación posterior, basados en el trabajo de los dos primeros y superando los impulsos de von Braun, dice Sagan, conseguimos llegar al espacio, circunnavegar silenciosamente la tierra y pisar la antigua y desolada superficie lunar (1969). 

Como puede observarse, como en una carrera de postas, conjugando esfuerzos, conocimiento y experiencias, nuestras máquinas –cada vez más competentes y autónomas– se han extendido por el sistema solar, descubriendo nuevos mundos, examinándolos a conciencia, buscando vida en ellos y comparándolos con la Tierra. 

Desafiar la oscuridad

La vida humana depende del cielo azul. Ese familiar matiz de azul, interrumpido aquí y allá por esponjosas nubes blancas, constituyen la rúbrica de nuestro mundo. Por eso los franceses tienen mucha razón cuando lo bautizaron sacre-blue, azul sagrado y si realmente tuviéramos la posibilidad de asignarle una bandera a nuestro planeta, debería ser azul. Hasta hoy todos los cielos de otros planetas explorados por el ser humano son negros.

Es memorable la descripción de Yuri Gagarin, en relación con lo que vio en el primer vuelo espacial de la especie humana:

El cielo es completamente negro, y contra el fondo de este cielo negro las estrellas aparecen más brillantes y diferenciadas. La tierra presenta un halo azul muy hermoso y característico que se ve muy bien al observar el horizonte. Hay una suave transición de color que va del azul celeste, al azul marino y púrpura, para acabar en el tono completamente negro del cielo. Es una transición realmente bella.

Ese negro de la oscuridad lo asociamos con el miedo a lo desconocido que se encofra desde niño en el subconsciente y nos persigue aun adultos. En particular, esa sensación de inseguridad que aún produce la negrura de la noche y que puede verse claramente en el insondable espacio estelar por encima de la atmosfera, está más viva que nunca; yace sembrada, por motivos religiosos, desde la aurora de la vida. Por esa razón hay quienes sostienen que no deberíamos insistir mucho en saber quiénes habitan en la oscuridad de nuestro universo.

Existe otro tipo de argumento, más político-ideológico, que afirma que si los gobiernos del mundo no han podido equilibrar la balanza entre ricos y pobres, resolver los graves problemas de educación, salud y seguridad social, y no hemos podido abordar conjuntamente problemas prioritarios que tienen que ver con el cuidado y protección de la tierra, ¿por qué no pensar mejor en el desarrollo de proyectos que nos ayuden a corregir los abusos, omisiones y actuaciones del ser humano contra su propio hábitat y su condición humana?

Simplemente porque, visto en frío, se trata de un problema de supervivencia de la especie humana, de prepararse para evitar posibles catástrofes; se trata de prolongar la vida; se trata de dar un paso más para desafiar a la muerte y a la condición aparentemente perecedera y mortal del ser humano. 

Los satélites de observación de la tierra –escribe Sagan–, especialmente la nueva generación que está siendo desplegada, monitorean la salud del medio ambiente global: calentamiento de invernadero, erosión de suelo, reducción de la capa de ozono, corrientes oceánicas, lluvia ácida, efectos de inundaciones y sequías, así como nuevos peligros que aún no hemos descubierto. A eso se llama higiene planetaria directa.

Konstantin Tsiolkovsky ha dicho: Existen incontables planetas, muchas Tierras-isla… El hombre ocupa una de ellas. ¿Por qué no iba a aprovecharse de otras y del poder de innumerables soles?… Cuando el Sol haya agotado su energía, sería lógico abandonarlo y buscar otra estrella, recién alumbrada y en toda su plenitud.

Hay realmente algo que llama a la reflexión –a decir de Sagan– que es la coincidencia de dos estadios contradictorios únicos y relevantes que deben ser aprovechados por el liderazgo mundial: En primer lugar, que nuestra tecnología de punta ha llegado al borde del precipicio de la autodestrucción. Pero también es la primera vez que podemos ser capaces de posponerla o evitarla marchándonos a otro lugar, a alguna parte fuera de la Tierra. 

¿Por qué debemos buscar hacia el cielo?

Porque componiendo, reconstruyendo y aun cambiando lo que está mal en la Tierra es urgente saber qué pasa en la galaxia que habitamos, La Vía Láctea –donde hay cuatrocientos mil millones de estrellas–, y qué posibilidades tenemos realmente, contando con las expectativas de vida de la especie humana, de poder poblar otros mundos en el espacio infinito, que nos ayuden, en caso de catástrofes, a que la humanidad no se pierda.

La propuesta de Sagan encuentra en el chauvinismo humano y en el eterno geocentrismo, entre otras muchas, dos resistencias a mi juicio razonables: una de carácter científico-tecnológico y otra ideológico-política. 

En el primer caso, lograr un consenso y establecer acuerdos entre las grandes potencias para trabajar juntos, en labores de investigación de carácter científico-tecnológico, para explorar conjuntamente el universo no resultó viable recién finalizada la Segunda Guerra Mundial, en 1945.

A pesar de ser aliados durante ese conflicto bélico de grandes dimensiones, donde estuvo en peligro la libertad de los habitantes del planeta, a partir de 1955 se iniciará la más férrea competencia por la conquista del espacio, de la cual la actual Rusia sacaría el mejor provecho, cuando sorprendió al mundo enviando al espacio el satélite Sputnik 1, el 4 de octubre de 1957.

Los rusos, de nuevo, recibirán el reconocimiento mundial al enviar la primera nave tripulada: el Vostok 1, que con Yury Gagarin a bordo completará una órbita de la Tierra, el 12 de abril de 1961. Estados Unidos logrará una hazaña más importante cuando Neil Armstrong y Buss Aldrin, en el Apolo 11, pisen por primera vez la superficie lunar en la misión tripulada a nuestro satélite natural el 20 de julio de 1969. Declarada esa fecha como el Día de la Luna, por las Naciones Unidas. 

Otra cosa muy distinta y de mucho mayor alcance tiene que lucir también imposible en el presente, como es lograr un acuerdo en un momento álgido de la historia de la humanidad –de reconfiguración del orden mundial, de resurgimiento de los nacionalismos, de debilitamiento de la democracia liberal y auge del autoritarismo populista, con puntos de gran tensión bélica en el Medio Oriente y Europa, y debilitamiento de la hegemonía americana–, para elaborar un plan de la especie humana para continuar explorando el espacio y estudiar las posibilidades de establecer a futuro asentamientos humanos. 

Son demasiadas barreras terrenales, de intereses económicos, de poder político y banales del ego humano, las que separan a la humanidad de esa poética de Sagan de poblar otros mundos aparentemente desiertos para garantizar en paz la sobrevivencia de la especie y seguir avanzando en la posibilidad de conocer si hay o no vida extraterrestre en el cosmos.

El poder de la ciencia

Es cierto que la ciencia nos ha hecho más poderosos, pero proporcionalmente a la arrogancia que produce el poder ha crecido de igual manera nuestra insensatez.  El dominio de la ciencia y la tecnología, ha puesto en las manos de los seres humanos, como nunca antes, la capacidad y la posibilidad, óigase bien, de alterar el rumbo de la humanidad por lo que, con mucha más razón debería aumentar también nuestra responsabilidad y la iniciativa de tomar las previsiones pertinentes.

La ciencia –dice Sagan– ofrece dos caminos, está muy claro: sus productos pueden utilizarse para el bien y para el mal. Pero no hay vuelta atrás para la ciencia; los inventos, al igual que las palabras no se pueden recoger. Las primeras advertencias de los peligros tecnológicos proceden también de la ciencia. Y las soluciones exigen más de nosotros que de un simple arreglo tecnológico. Muchas personas masivamente tendrán que adquirir una cultura científica.

Puede que tengamos que cambiar instituciones y comportamientos. Pero nuestros problemas, sea cual sea su origen, no podrán ser resueltos sin recurrir a la ciencia. Tanto las tecnologías que nos amenazan –enfatiza Sagan– como la eliminación de esas mismas amenazas manan de la misma fuente y of course dependen del manejo que haga la inteligencia humana y el grado de convicción de quienes gobiernan para la libertad y la paz permanente.

Especialmente cuando las predicciones hoy día conducen a pensar que el progreso de la ciencia y la tecnología se encuentra cerca de un límite asintótico; al que el arte, la literatura y la misma música nunca se acercarán, y mucho menos superarán el apogeo que nuestra especie ha alcanzado, gracias a aquella.

Las limitaciones ideológico-políticas

El otro problema central es que la vida ideológico-política está determinada por el modo de producción expresado en la sociedad de libre intercambio y el tipo de representación política en la democracia liberal; y esa forma de organización económica y política tiene su manifestación cultural en la encarnación de un modelo de vida, que sin duda luce contrario al otro, donde el Estado monopoliza la economía y ejerce el poder mediante la coacción y la fuerza, que evidencia otro modo de vida opuesto en su esencia al primero. 

Entran a jugar entonces los factores económicos, políticos y culturales que dividen al mundo en dos partes, hasta hoy aparentemente irreconciliables, que olvidan el fin último del ser humano: sobrevivir, para cada día ser un poquito mejor de condición y dejar una bonita huella que nuestros congéneres, los otros, puedan exhibir con orgullo.

Las proyecciones de vida de la especie

Olvidemos esos obstáculos irreconciliables por ahora, e imaginemos que en un futuro próximo o lejano, debido a una confrontación que nadie desea, pero que cualquiera puede iniciar, o debido a intereses propios de las naciones para crecer, se logran acuerdos consensuados para producir asentamientos humanos y el mundo se hace uno para llevar adelante el sueño de Sagan, teniendo como referencia los dos escenarios de J. Richard Gott III, un astrofísico de la Universidad de Princeton:

¿Cuál es la proyectada longevidad de nuestra especie? Gott concluye, con el 97,5% de seguridad, que los humanos no durarán más de ocho millones de años. Este es el límite superior equivalente a la supervivencia media de muchas especies de mamíferos… Pero el límite inferior de Gott, para el cual reivindica igual porcentaje de fiabilidad, es de solo doce años. 

Sagan afirma que el primer supuesto no es mayor causa de desesperación que el segundo lo es de complacencia. Nada nos obliga, continúa, a jugar un papel de observadores pasivos, hundidos en el desánimo, mientras nuestro destino se cumple inexorablemente, y dice una frase bien simpática y corajuda: Si no podemos coger al destino por el cuello, quizá sí podemos desviarlo o suavizarlo, o bien escapar de él.

Resulta obvio que una de las primeras iniciativas que debemos adelantar es mantener habitable nuestro planeta y no en un largo plazo de siglos, sino con la urgencia que el caso reclama, en pocas décadas o incluso años. Ello implica formas de gobierno más humanas, más democráticas y más ingeniosas que nos ayuden a cerrar las muchas brechas, entre mayorías y minorías, en cuanto al bienestar material, a la participación, al conocimiento y especialmente a la cultura y a la ciencia.

Nunca hemos hecho antes nada similar conjuntamente a escala global. Puede que resulte muy difícil. Tal vez las tecnologías peligrosas estén demasiado extendidas y la corrupción crezca como un virus más rápido de lo que pensamos. Puede que existan muchos grupos étnicos, naciones y estados en conflicto como para que podamos instituir un cambio global adecuado. 

Pero los humanos también poseemos tradición en aplicar cambios sociales duraderos que casi todo el mundo creía imposible… En los días que corren parecemos más dispuestos a reconocer los reales peligros que nos acechan que décadas atrás. Las amenazas que vamos descubriendo en el presente pesan sobre todos por igual. Y nadie es capaz de decir lo que nos puede pasar.

En busca de la inmortalidad

La luna estaba donde crecía el árbol de la inmortalidad, según la antigua leyenda china. Al parecer, dice Sagan, el árbol de la longevidad, si no de la inmortalidad, crece de verdad en otros mundos. Si estuviéramos presentes ahí, entre los planetas, si hubiera comunidades humanas autosuficientes en muchos mundos, nuestra especie quedaría a resguardo de catástrofes.

La reducción del escudo absorbente de la luz ultravioleta en un mundo supondría un aviso para que se prestara atención en otro. Cuantos más representantes de nuestra especie haya más allá de la Tierra, cuanto mayor sea la diversidad de mundos que habitemos, más variada será la ingeniería planetaria, más rica la gama de sociedades y valores, y más segura podrá sentirse la especie humana.

Gott también comparte la idea de que el hecho de establecer comunidades humanas en otros mundos es nuestra mejor baza para ganar la apuesta de sobrevivencia. Pronto podríamos establecer asentamientos humanos en asteroides cercanos a la Tierra y colocar bases en Marte. Sabemos cómo hacerlo –afirma Sagan en 1994–, con la tecnología actual, en un plazo inferior a una vida humana. Y la tecnología progresará con rapidez. Iremos mejorando los vuelos espaciales.

Nuestra pasada historia colonial no puede servirnos de experiencia, en este pasaje a futuro, pues esta vez no estaremos motivados por la fiebre del oro, las especias, los esclavos o el afán de convertir a los paganos a la única fe verdadera, como lo estaban los exploradores europeos de los siglos XV y XVI. 

En este caso vamos con fines distintos y a territorios donde los astrónomos aseguran que, por lo menos hasta hoy, no hay más vida en este sistema solar, ni siquiera un pobre microbio. Solamente hay vida en la Tierra.

¿Hasta dónde habrá caminado nuestra especie de nómadas a fines de este siglo?, ¿y al finalizar este milenio?, se pregunta Carl Sagan, para responderse de inmediato:

Dos mil millones de años atrás nuestros antepasados eran microbios; quinientos millones de años atrás, peces; cien millones de años atrás, eran parecidos a ratones; y hace un millón de años, protohumanos intentando domesticar el fuego. Nuestro linaje evolutivo está marcado por la supremacía del cambio. En nuestro tiempo, el ritmo se está acelerando. 

Una larga rivalidad por la conquista del espacio

La carrera espacial entre las dos principales potencias después de 1945, comenzó en 1957, como ya hemos visto, con el lanzamiento por parte de la Unión Soviética del satélite Sputnik 1. Luego de esa exitosa iniciativa pasarán más de veinte años de una primera etapa de la conquista del espacio que culminó en 1975, en la época de distención, cuando los dos protagonistas de una larga competencia se dieron la mano, literalmente, para poner en práctica el proyecto Apolo-Soyuz, por medio del cual se atracaban las dos naves y las tripulaciones intercambiaron visitas. 

A un ritmo más lento, la exploración espacial continuó después del primer periodo de notable rivalidad por la supremacía espacial. En este periodo Estados Unidos -veinte años después de que Gagarin cumpliera su hazaña el 12 de abril de 1961, exactamente en la misma fecha en 1981-, lanzó la primera nave espacial reutilizable, según los expertos una maravilla de la ingeniería, el transbordador espacial Columbia, a lo que los rusos responderían el 15 noviembre de 1988 con un vuelo no tripulado del transbordador Buran. 

Una tercera etapa pudiera considerarse la de las estaciones espaciales. La más importante estación espacial completada, la Mir 1, se puso en órbita el 20 de febrero de 1986, para investigación, habitada de forma permanente. Estaba previsto que funcionara por cinco años, pero lo hizo durante trece. Entre sus hitos más notables figura albergar seres humanos durante largos periodos de tiempo en el espacio y la realización de diversos experimentos científicos.

El corolario de estas primeras experiencias de la especie humana en la exploración del espacio lo constituye la International Space Station (ISS), una estación modular ubicada en la órbita terrestre baja. Proyecto de colaboración multinacional iniciado en noviembre de 1998 entre cinco agencias espaciales: NASA (Estados Unidos), Roscosmos (Rusia), JAXA (Japón), ESA (Europa) y la CSA/ASC (Canadá).

La administración, gestión y desarrollo de la estación se rige por tratados y acuerdos intergubernamentales. La estación es un laboratorio de investigación en microgravedad, permanentemente habitado, en el que se realizan estudios de astrobiología, astronomía, meteorología, física y en muchos otros campos. La ISS está en capacitada para probar los sistemas y equipos necesarios para la realización de vuelos espaciales de larga duración como pueden ser las misiones a la Luna y Marte.

Epílogo

En la moderna sociedad occidental, escribe Charles Lindholm, la erosión de la tradición y el colapso de las ideas religiosas aceptadas nos deja sin telos (un fin por el que luchar), una noción santificada del potencial de la humanidad. Privados de un proyecto sagrado, nos queda solamente una imagen desmitificada de una humanidad frágil y falible, que ya no es capaz de alcanzar la condición de dios. Es vital y saludable que, como seres humanos, tengamos muy presentes nuestra fragilidad y falibilidad. Pero, en lo que respecta al largo plazo, sí tenemos un proyecto ante nosotros. 

Poblar otros mundos –dice Sagan– unifica naciones y grupos étnicos, liga a las generaciones y requiere de nosotros que seamos inteligentes y sensatos a la vez. Libera nuestra naturaleza y, en parte, nos devuelve a nuestros comienzos. El pionero en psicología William James llamó religión al hecho de sentirse en casa en el universo. Si al considerar la definición de religión de James estamos pensando en el universo real, entonces no poseemos aún ninguna religión verdadera.

Eso queda para otra época, cuando el aguijón de las grandes degradaciones haya quedado bien atrás, cuando estemos aclimatados a otros mundos y ellos a nosotros, cuando nos estemos extendiendo hacia las estrellas y en ese momento evoquemos con sublime nostalgia, como humanos aquel Punto Azul Pálido único donde alguna vez miles de años atrás existieron todos los que amamos, todos los que conocimos, todos a los que oímos  y de los que oímos hablar; cada ser humano de los que haya existido perteneciente a una de las tantas generaciones que lo habitaron.

León Sarcos, mayo 2024